Las Animitas Hagiografía Folklórica 1993

Ánima bendita, por tu muerte, quizás más cruel que mi vida, estás muy cerca de Dios”.
(Plath, Oreste, L’ animita: hagiografía folklórica, 1993).

Las animitas constituyen un fenómeno de carácter estético y religioso. En tanto fenómeno estético, se las ha situado dentro de las corrientes que distinguen el arte popular; como fenómeno religioso, se las concibe como parte de la religiosidad popular. Poseen ciertas características formales y claves devotas que se transmiten de generación en generación. Tomando la forma de pequeñas casitas o templos ubicados en veredas, esquinas o carreteras, las animitas se erigen como recuerdo de aquellos que fueron tempranamente arrebatados de la vida, constituyéndose en un testimonio de fe en una vida que trasciende la muerte.

En la historia y origen de la animita confluyen las cosmovisiones y prácticas religiosas de dos mundos. Su antecedente americano, de acuerdo a Oreste Plath, es la apacheta, montículos de piedras acumuladas por los indígenas altiplánicos en lugares considerados sagrados, y en los que eran depositadas ofrendas para invocar protección divina en los caminos. Similar costumbre tenía lugar en el sur de España, donde se levantaban altares, ya fuera para conjurar las potenciales desgracias que pudieran acontecer en los caminos, o bien para recordar a los fallecidos en ellos.

Otros elementos que se incorporaron en la conformación de las animitas fueron el culto a los muertos practicado por los indígenas prehispánicos en Chile, y el culto a las ánimas del Purgatorio desarrollado por el catolicismo popular español. En ambos casos subyacía la creencia de que quienes morían pasaban a habitar una esfera no del todo ajena a nuestro mundo, desde donde podían intervenir para beneficio o perjuicio de los vivos. Fue así como surgió la costumbre de construir un sitio especial para resguardar o contener a las ánimas, pues han quedado suspendidas entre este mundo y el más allá. Este sitio semeja una casa, o bien una iglesia, un lugar acogedor que el ánima pueda reconocer como un espacio familiar donde morar mientras aguarda su pasaje definitivo al otro mundo.

El culto de las ánimas está sustentado, aún en la actualidad, en un sistema de reciprocidad o trueque entre ánimas y vivos. Los vivos piden favores a las ánimas para sobrellevar la vida en este mundo, mientras que las ánimas piden ayuda para poder llegar al cielo. En medio de este intercambio de favores, de pronto hay animitas que se vuelven milagrosas, pues han sabido responder prestas a los llamados y peticiones de los vivos. La fe colectiva las ha convertido en santos, transformando su historia original, e incluso su nombre, modificando así elementos del relato inicial al ir pasando de boca en boca. Más allá de la veracidad de sus historias, lo que realmente permanece es su presencia viva a través de la fe de los devotos.

Nuestro país posee un rico panteón de animitas. Sus diversas historias y versiones pueblan y se multiplican en nuestro imaginario, provocando la fascinación de los medios, inspirando la creación artística, y sobreviviendo a las objeciones de la Iglesia y a los embates de la modernización urbana. Algunas de las más emblemáticas son las animitas de Evaristo Montt en Antofagasta, la de Romualdito en Estación Central, la de la Difunta Correa en diversos sitios del país, la de la Marinita en el Parque O’ Higgins, la de Emilio Dubois en Valparaíso, y la del Chacal de Nahueltoro en San Carlos, estos dos últimos condenados por la justicia y cuyas muertes fueron percibidas por el grueso de la población como sentencias injustas o inmerecidas. También existen personajes ilustres cuyas obras en vida marcaron la conciencia de la gente, adquiriendo el carácter de animitas, tales como José Abelardo Núñez y José Manuel Balmaceda.

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